Volver a Berlín

Quiero volver a Berlín. Es una de las pocas cosas que a estas alturas tengo claras en la vida. Que quiero, necesito volver a Berlín.

Quiero volver a sentir que por mucho que ande, por mucho que investigue y por mucha ciudad que recorra, siempre quedará algo nuevo por ver. Porque Berlín es así, Berlín es una sorpresa en cada esquina.




Quiero volver a sentir el calor de la gente en medio de una tormenta de verano. Volver a estar 
atrapada en cualquier estación de metro, esperando que pase la lluvia mientras miro a mis pies pensando en el bendito momento en el que salí de casa en sandalias.

Y es que Berlín no perdona. Y cuando le da por llorar, sálvese quien pueda. Y donde pueda. Pero luego te compensa. Luego sales a la calle y te regala ese olor a asfalto mojado y algún rayo de sol iluminando Oderberger Straße entre las nubes y, de repente, por un momento deja de importarte tu pelo chorreando y la ropa empapada.

Pero sólo por un momento. Enseguida corres a comprarte un chubasquero, refunfuñando que esto a ti no vuelve a pasarte. Pero sí te pasa, sí. Una y otra vez. Y al final resulta que aprendes a disfrutarlo.

Quiero volver a Berlín para pasear en bici por el barrio judío y hacerme otras 500 fotos en check point Charlie (nunca se tienen bastantes) mientras intento sin éxito hacer que los soldados se rían.

Volver a recorrerme cada mercadillo, a utilizar la palabra vintage por encima de mis posibilidades, a colarme entre la gente para llegar a la primera fila de un concierto improvisado en cualquier acera. Y cantar como la que más aunque no me sepa ni una de las letras.

Quiero probar todos y cada uno de los currywurst de la ciudad para comprobar que, efectivamente en Eberswalder straße venden el mejor. Y que, otra vez, coger el metro allí sea sólo una excusa para llevarme una buena ración por el camino.

Quiero volver a casa a las 6 de la mañana y mirar ese sol radiante digno de las 12 del medio día que te invita a sentarte a tomar un aperitivo antes de irte a la cama. Y tomármelo, por qué no. Y siempre en buena compañía.

Quiero ir paseando y encontrarme por sorpresa un parque gigante, tumbarme mirando al cielo y empezar una charla filosófica con quien quiera que tenga delante. Y con quien quiera que decida unirse.

Porque en Berlín funciona así. En Berlín no existen razas. No conoce las clases sociales, no le importan las edades. En Berlín no dejes pasar a nadie por alto, no mires por encima del hombro, ve olvidando tus prejuicios. Porque cualquier persona en cualquier momento puede aparecer de la nada y cambiar de pronto todos tus esquemas.


Quiero no tener ni idea de dónde estoy, ni de cómo volver a casa. Perderme de nuevo en el metro de Alexander Platz. No conocer el nombre de ninguna de las calles y, ser incapaz de pronunciar los pocos que me sé. Y que me de igual, volver a creerme alemana y preguntarle a cualquiera el camino de vuelta con mi mejor acento. Y que pierdan, como siempre, la paciencia, y terminen explicándolo en inglés.

Quiero volver a estar sentada en Mauer Park, con la cerveza en la mano viendo la puesta de sol mientras escucho a un grupo de jamaicanos tocando lo que sea a mi derecha. Y a mi izquierda dos colgados en frente de una hoguera con su guitarra en la mano. 

Quiero volver a tomarme una cerveza al lado del muro. O dos. Y un gintonic a la orilla del río, mirando las estrellas y pensando que ojalá no tuviera que volver a casa nunca.

Y es que quiero volver a enamorarme cada noche. Volver a disfrutar de cada día. Quiero volver a perderme, y si me buscan quiero, sin ninguna duda, que me encuentren en Berlín.





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