Llegar a tiempo.

El ruido del viento chocando con mi ventana me despierta un poco antes de lo previsto. Sobresaltada, miro la hora. Me da un vuelco el corazón: llego tarde. 

Me siento en la cama mientras vuelve poco a poco mi conciencia y entonces lo recuerdo. Es sábado, huele a agua de mar y estoy lejos de casa. 

Hoy no hay alarma ni atasco, solo una buena noticia: llego justo a tiempo. 

Salgo aún así con cierta prisa (por no perder la costumbre) y bajo a darle los buenos días a mi confidente favorito, que hoy mece tranquilo sus aguas inundadas por la luz de un sol radiante. Respiro tranquila en su orilla: “gracias por la espera, te echaba de menos”. Y me siento, por primera vez en meses, a hacer nada más que estar. A contarme a mi misma qué hay de nuevo desde la última vez que me vi. A escuchar atenta a “lo de dentro”. 

Y entre el ruido de las olas y el barullo de mi propio pensamiento, vuelvo a notar su presencia. Esa voz que lleva un tiempo gritándome en silencio, que espera paciente que le escuche y a la vez poco a poco va perdiendo la esperanza. Una especie de “socorro” guardado en lo más profundo que me pide, una vez más, que pare. 

Que observa perplejo la carrera contra reloj en que se ha convertido mi vida. Que me ve ir de aquí para allá con rumbo a ninguna parte, obsesionada con la idea de no llegar tarde a nada. Con el miedo paralizante a no estar en cada momento donde se espera que esté. 

Que me ve esquivar las balas entre virus, volcanes y temporales, sobreviviendo a un día detrás de otro con el único objetivo de haber cumplido ese “check list” que ya ni recuerdo cuándo ni por qué escribí. 

Y es que hoy, que al fin me escucho, no pierde la oportunidad de recordarme que entre prisas y cansancio me he dejado a mi misma en el camino. Y con un nudo en la garganta vuelvo a darle la razón. Y a prometer recogerme. 

Porque quiero hablarme más y escucharme mejor. Vivir otra vez despacio. Tomarme de vez en cuando uno o dos cafés conmigo.

Quiero ser más y estar menos, hacer sin prisas pero mejor, ser más justa conmigo y juzgar menos al resto, mirarme con más cariño, no hablar sin antes pensar. Apurar la cerveza sabiendo que lo más valioso del brindis no es el deseo que pido: son las manos que sostienen la otra copa. 

Y es que puede que el único tren importante sea el que me lleva dentro. Que el único viaje al que no puedo ni quiero faltar es el que me acerca a mi. Y que, en el camino de vuelta, avanzar a paso lento sea la única manera de llegar por fin a tiempo.


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